"¡Adriaaaaaaan, Adriaaaaaan!. Por favor, déjenme en paz. ¡Adriaaaaan!.
¡Rocky!
¡Te quiero!
¡Te quiero!"
El púgil más conmovedor de la historia del cine. Vagabundo, hombre de principios, sencillo y humilde, delincuente y corazón de oro, extranjero en busca de lugar e identidad en los suburbios de Filadelfia. Ejerce el pugilato porque nada ni nadie le enseñó a hacer otra cosa en la vida y, sin embargo, en su combate final con Apolo Creed nos da una magistral lección de perseverancia y resistencia: la vida ( la acción en el ring es como una metáfora de la vida) da golpes que te dejan tirado en el suelo, pero siempre, aunque magullados y heridos, hay que volver a levantarse con fe y seguir luchando contra ese ídolo fanfarrón hecho de sombreritos y colorines, el que nos vende el éxito y el reconocimiento mundanal. Si consideramos que la acción física es la manifestación externa de un código moral (pues Rocky es, ante todo, un hombre de principios morales) su imprevisible zurdazo equivale a ese espíritu indómito que el hombre común, el cual ha terminado siendo reducido por su propio estrellato (tal como Apolo), ya no sabe calibrar. Por eso, al final, Rocky no necesita revancha ni convertirse en campeón mundial, ni le interesa el dictamen del jurado. Era una lucha por la identidad íntima y la dignidad personal, que para él tienen el nombre de la mujer más pequeña de este mundo, aunque para ellos dos es el todo. La fidelidad y la honra en el perfecto equilibrio entre hombre y mujer. Y el David que entra en el cuadrilátero con la humildad de un pollino (el "potro italiano") contra el Goliat de la parafernalia suntuosa y patriótica (la lujuria apolínea). No es poco, pero el legalismo pseudoreligioso y las ideologías impiden apreciar cuánto bien han hecho personajes e historias como ésta.